Le gustó que las manos del agua le agarraran los muslos, que jugaran con sus nalgas, que le apretaran las piernas.
Disfrutó durante un rato la manera como el agua dibujaba círculos concéntricos alrededor de su cintura.
Caminó hasta donde la profundidad del charco le llegaba a los hombros y permitió que el agua los cubriera.
Un paso más y el agua ascendió por su cuello, como un collar líquido y denso. Se elevó hasta la barbilla, alcanzó su boca (los labios percibieron la textura ligeramente ácida del agua), sus fosas nasales. Al principio el agua las humedeció sólo por fuera. Después dejó que el agua entrara sin barreras.
El pelo flotaba sobre el charco como una colonia de algas. Se expandía por la corriente formando un árbol de ramas alargadas.
Sus dos manos abrieron ligeramente la vagina para que el cuerpo bebiera.
Primero el agua entró despacio y corta, como una lengua. Después más larga, como una culebra. Más tarde fue un chorro de vida estallando dentro de su cuerpo, como la desembocadura de un río subterráneo en el interior de una caverna.
Las aguas fertilizaron cada planeta y cada estrella de su bóveda celeste. No quedó rincón sin explorar ni pliegue sin su aliento.
Se entregó sin condiciones ni reservas a la delicia del agua.
Como una esponja marina, absorbió millones de seres microscópicos, hasta que su piel quedó en condiciones de realizar su propia fotosíntesis. Durante unos instantes fue una planta sacudida por las corrientes interiores del charco.
Después, en ejercicio del don de la delicuescencia, comenzó a disolverse en la humedad que saturaba todas y cada una de sus células.
Cuando el caimán que había estado observándola desde la orilla, llegó al lugar en donde ella realizaba su rito con el agua, sólo encontró un remolino de una densidad y una textura diferentes a las del resto del charco: una especie de agujero negro transparente que perturbaba la superficie del espejo.
Se acercó entre cauteloso y sorprendido por la rapidez con que la presa se había esfumado ante sus ojos.
El caimán osciló, ligeramente sumergido bajo la película de agua, con los ojos afuera.
Mientras dibujaba ondas lentas con los movimientos de la cola, rodeó una y otra vez el remolino, sin atreverse a atravesarlo.
El caimán no supo en qué momento el remolino emitió un par de brazos, dos seudópodos que lo envolvieron delicadamente, pero de manera total y con firmeza.
No alcanzó a sentir miedo ni dolor, ni sus reflejos dieron la orden de lucha ni de huida, porque una inmensa sensación de placer y entrega se apoderó de sus sentidos.
Nunca el caimán había sabido que las placas de su piel era tan débiles, ni su envoltura prehistórica había conocido antes esa acepción mortal de la ternura. Los brazos del remolino se apoderaron del caimán sin resistencia y lo condujeron hasta el fondo de ese océano minúsculo. El animal sintió cómo la vida se le iba en un orgasmo último y definitivo.
(El cadáver exhausto del caimán apareció flotando días más tarde, aguas abajo, en el río que nace en el desaguadero del charco. Algún observador arriesgado hubiera podido afirmar que una tranquila sonrisa se dibujaba en sus mandíbulas.)
Ella salió del agua cuando ya el sol se ocultaba por el occidente y los planetas más brillantes comenzaban a percibirse por entre las nubes de cobre.
Dejó que el viento le secara el cuerpo. Sacudió su pelo, que cayó sobre los hombros y la espalda como un aguacero. Se enfundó el vestido de algodón ligero que había dejado cuidadosamente doblado bajo uno de los matorrales de la orilla.
Regresó a su casa y recibió con benévola reticencia la reprimenda de su madre, cuando no pudo negar que otra vez había estado bañándose en el charco.
El charco era un lugar lleno de riesgos, infestado de caimanes. Y aunque en los últimos meses muchos de esos animales habían aparecido muertos por causas desconocidas, el charco seguía siendo un sitio peligroso para una muchacha indefensa como ella.
SANTO DOMINGO, JUNIO DEL 2001